Por Lidia Señarís.
Responsable de Comunicación de la Asociación Andaluza Víctimas del Terrorismo. Editora Jefa de revista Andalupaz. Periodista especializada en temas de Derechos Humanos y deslegitimación del terrorismo.
El 20 de octubre de 2011 un panel de tres encapuchados con boinas y una estética y dramaturgia patéticamente risible (si no fuera tan letal), anunciaba el cese definitivo de la violencia de ETA. Diez años después, escribir sobre el tema puede ser un campo minado porque en la sociedad española —a veces tan proclive a tirarse de los pelos con maneras de patio de colegio— le cuesta mucho encontrar objetividad, serenidad y racionalidad frente a temas complejos, polémicos y delicados.
Hay que tener, incluso, cierta valentía periodística para aventurarse en esa selva de visiones contrapuestas, claroscuros, comprensibles reticencias y no tan comprensibles manipulaciones políticas de unos y de otros. Pero cuando se han dedicado tres décadas a defender a las víctimas del terrorismo en más de una geografía, y quince años a dejarse la piel y las neuronas dándole voz a las desconocidas y humildes víctimas andaluzas, en internet, en las páginas de Andalupaz y también en foros y cursos, algo de valentía se reúne para acompañar a los dedos que vuelan sobre el teclado.
Sucede que la realidad siempre es más compleja y testaruda que los esquemas con que elegimos enjuiciarla y narrarla. Y lo hacemos, la mayor parte de las veces, constreñidos por nuestras vivencias, ideologías, apegos y desapegos, fobias y filias. Por ello, nuestros esfuerzos para conocer y valorar la realidad a menudo resultan inconscientemente parciales, incompletos, cuando no interesadamente sesgados, como en la célebre y antiquísima fábula hindú de los ciegos y el elefante.
Según la leyenda, un grupo de ciegos escuchó que habían traído al pueblo un extraño animal, llamado elefante. No tenían idea de su figura o su forma, así que decidieron ir a investigar, usando su única herramienta, el tacto. Cada uno, desde una posición diferente, comenzó a palparlo: El primero posó su mano en la trompa y dijo: «Un elefante es como una serpiente gruesa»; el segundo, que sólo alcanzaba a tocar la oreja, aseguró que un elefante es una especie de abanico; el tercero palpó bien la pata y aseveró convencido que un elefante es como el tronco de un árbol; el cuarto tocó su áspera panza y sentenció «es una pared»; el quinto sólo alcanzó a palpar su cola y, por tanto, lo describió como una cuerda; en tanto el sexto y último ciego tocó su colmillo e indicó que un elefante es alargado, duro y liso como una lanza».
Pues algo parecido ocurre a la hora de valorar la situación actual tras estos diez años sin el terrorismo etarra. Aunque aquí hay dos fronteras éticas claras, que hasta un niño sería capaz de entender: el derecho a la vida es el primer derecho humano. Matar es un crimen inadmisible en cualquier sociedad civilizada. Y no reconocerlo y condenarlo es igualmente errado y, a su vez, condenable.
Pero conviene tocar desde todos los ángulos posibles a este elefante que aún respira tozudo en nuestra habitación (no en forma de banda terrorista pero sí como ideología y base social) para encontrar una mirada compleja y diversa, capaz de sacarnos del estancamiento y de los extremos en blanco y negro, que sólo conducirían —una vez más— a salidas violentas y totalitarias (de un signo u otro) que tanto daño hacen a vidas, sueños y haciendas.
En busca de los hechos desnudos
Empecemos por desbrozar algunos hechos objetivos. El primero de ellos: desde hace diez años ETA no mata. Cualquier persona, sea cual sea su trabajo e ideas, puede caminar tranquila por las calles de España, sabiendo que (al menos los etarras) no le pegarán un tiro en la nuca, le pondrán una bomba o la secuestrarán. Que quede claro: no es ninguna hazaña. No hay que darles a los terroristas una medalla por no matar. Nunca debieron hacerlo. Pero viniendo de donde veníamos, es un cambio transcendental, que responde a una derrota y a un clamor social mayoritario.
Otro hecho, este ya en territorio de penumbra: Obligados y derrotados por la presión social, de las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, de todo el espectro político y hasta de la finalmente lograda unidad de acción con los vecinos europeos, ETA se disolvió. Pero su base social no desapareció de la noche a la mañana, sigue existiendo en pueblos y ciudades vascas.
En democracia, las ideas y proyectos de país se canalizan a través de los partidos políticos, que tienen todo su derecho a presentarse a elecciones y, si reciben los votos suficientes, a ocupar sus asientos en los parlamentos, participar en pactos de todo tipo (siempre que estén amparados por las leyes y reglamentos electorales) y defender públicamente, dialogadamente, sin violencia de ningún tipo, sus propuestas.
A la mayoría de nosotros no nos gustan las propuestas de la izquierda abertzale. Nos huelen demasiado al totalitarismo de antaño, al mesianismo y a los discursos falaces de una pretendida opresión, justamente en una de las comunidades más florecientes y con mayor autonomía, independencia presupuestaria y calidad de vida de toda la península ibérica. No nos gustan sus proyectos, pero tienen todo el derecho a tenerlos. Sin matar, sin acosar, sin amenazar.
En esa penumbra surgen disímiles matices, desde quienes agitan un día sí y otro también el fantasma de ETA, no sin cierta dosis de falta de respeto a la tranquilidad mental de esas víctimas que dicen defender, hasta quienes desean hacer borrón y cuenta nueva y pasar las páginas de este libro, sin apenas leer ni aprender lección alguna, o incluso, usando términos justificativos totalmente inaceptables.
La luz sólo puede llegarnos abriendo cada vez más las ventanas de la democracia y la pluralidad, apostando una y otra vez por la democracia. Eso sí, como bien plantea el presidente de la Asociación Andaluza Víctimas del Terrorismo, Joaquín Vidal, es imperativo exigirle a la izquierda abertzale un posicionamiento diáfano, rotundo, contra el terrorismo y la violencia, e incluso, una autocrítica a fondo, que todavía la sociedad española sigue esperando. Y si no pueden hacerla las actuales figuras, entonces que den paso a otras, más jóvenes, más objetivas, capaces de mirar de frente al horror y error mayúsculo que cometieron y de condenarlo en mayúsculas, sin ambages, sin coartadas, sin justificaciones.
Para participar en política tiene que ser requisito esencial deslegitimar la violencia: desde matar, herir, chantajear, amenazar o secuestrar a alguien, hasta pintar frases ofensivas y amenazantes, quemar contenedores o tirarle un limón a un transeúnte. Porque si no se deslegitima la violencia, esta puede resurgir con fuerza en cualquier momento.
El quid de la cuestión no es quién acercó o no más presos a sus lugares de residencia. Seamos serios y miremos las hemerotecas. Dejemos ese «y tú más» tan infantil e inoperante. Todos los gobiernos de todos los colores han adoptado políticas penitenciarias parecidas. Lo que todos los demócratas debían ponerse de acuerdo en conseguir es la condena sin paliativos del terrorismo y la asunción pública de la responsabilidad histórica por parte de los sectores que jalearon y nutrieron a ETA, como compromiso social vinculante para participar en la vida política.
Nadie eligió ser víctima. En cambio, los terroristas eligieron asesinar. Y hasta que eso no quede meridianamente claro, estaremos revolcándonos en el barro. Ni «conflicto», ni «guerra», ni «prisioneros políticos», ni peras en vinagre. Por eso las víctimas necesitan seguir alzando su voz para que ésta no quede sepultada por una versión sesgada de la historia.
A efectos históricos, pero también prácticos, si su voz se apaga, las víctimas desaparecerán. Y, créanme, no estoy defendiendo el (mal) negocio del periodismo ni la existencia —modesta, esforzada y a veces hasta arriesgada— de nuestra revista Andalupaz y nuestros medios online. Al fin y al cabo, en este mundo de lentejuelas en que vivimos, hay muchos temas glamurosos y bien pagados sobre los cuales escribir sin que nadie te insulte o amenace.
Tampoco se trata de asociaciones, fundaciones ni de particulares intereses de nadie, sino de algo más grande que todos nosotros. Se trata de la memoria, del mensaje que legaremos a las generaciones futuras.
Sería saludable, además, rebajar el tono y civilizar las formas en nuestros espacios democráticos, porque lo que se hace en un parlamento termina copiándose en un bar y lo que se vomita en Twitter sin límites ni filtros, termina convirtiéndose en agresión callejera. La historia ha demostrado que los países se construyen desde la paz, la convivencia, la pluralidad de opiniones e ideas, la negociación y el respeto. Lo único que se construye desde la exclusión, el odio y las agresiones son las dictaduras.