Por Lidia Señarís, directora de Comunicación de la Asociación Andaluza Víctimas del Terrorismo (AAVT).
Como periodista, con tres décadas de profesión a las espaldas, siempre defenderé el derecho a la libertad de expresión.
En mi experiencia profesional y vital, mientras respiraba y trabajaba en cinco países diferentes, he visto aparecer con frecuencia el verbo «prohibir» en los discursos de mentalidad totalitaria. Y si por algo murieron las víctimas de ETA y otros terrorismos fue precisamente por la libertad y la pluralidad. La de todos. Por eso, personalmente, no estoy de acuerdo con la mayoría de los llamados a «prohibir», ni tampoco con que ningún partido político ―sea el que sea―, agite y utilice a las víctimas como una bandera ajada. Las víctimas merecen respeto. El de todos.
Tampoco me preocupa que algún documental (si está hecho con un mínimo de profesión y decencia) pueda glorificar la imagen de los terroristas, porque los asesinos, como los escorpiones, no pueden esconder sus quelíceros ensangrentados, y terminan retratándose como lo que son.
Dicho esto, no puedo dejar de comparar el esfuerzo titánico que nos ha supuesto, en los últimos 17 años, editar dos modestos números anuales de Andalupaz, la revista de las víctimas del terrorismo de Andalucía, con la alfombra roja que el Festival de San Sebastián le ha puesto al documental de Jordi Évole sobre uno de los mayores asesinos de la historia reciente de España, el etarra José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, apodado «Josu Ternera». Para más inri, el documental se distribuirá en Netflix.
Triste mundo éste en que vivimos: los fondos de responsabilidad social corporativa de la mayor parte de las empresas privadas rara vez se invierten, no ya en la comunicación, ni siquiera en la atención directa a las víctimas del terrorismo y, sin embargo, productoras privadas y compañías poderosas dedican el peso de su dinero y de su prestigio a un asesino sin un ápice de arrepentimiento.
Por supuesto, y os lo digo con conocimiento de causa, entrevistar a las víctimas del terrorismo, sobre todo a las menos conocidas y nada mediáticas, no confiere fama periodística, ingresos notables ni alfombras rojas en evento alguno. Pero ha sido y es un esfuerzo imprescindible y ético para mostrar la verdad sobre el terrorismo, y defender, sin cortapisas ni medias tintas, el primer derecho humano: el derecho a la vida.
Lo comentaba hace poco con una querida amiga y colega especializada en temas de moda y cosmética, quien comparte generosamente algunas de las dádivas habituales de sus lujosas fuentes de información: «En 20 años cubriendo las duras realidades de las víctimas del terrorismo, nadie me ha regalado ni un jabón, ¡pero limpia sí que me he sentido!».
Muchas veces sin saberlo, e incluso aceptando a regañadientes ser entrevistadas (porque el sufrimiento marca y te aboca al silencio), las víctimas me han otorgado el intangible y más valioso de los regalos: el testimonio del triunfo de la vida sobre la muerte, de la resistencia humana frente al terror.
Y si quienes nos dedicamos a emborronar folios y celuloide compartiéramos con mayor fuerza, valentía y sin afanes de protagonismo personal esas lecciones, el mundo entendería mejor que el terrorismo es un sinsentido, carente de toda justificación e, incluso, de cualquier pretensión de eficacia.
No suelo acudir a la primera persona en mis trabajos porque creo firmemente que las protagonistas tienen que ser las víctimas. Hago hoy una excepción para, desde mi modesta experiencia, preguntarnos, y preguntarte, Jordi Évole: Con tantas víctimas desconocidas, con tantas familias anónimas devastadas por el terrorismo, ¿por qué ponerles cámaras, micrófonos y tribunas a los asesinos?